Mi madre está triste (y la tuya también)

manupalmer
3 min readAug 21, 2019
Carl William Holsoe — Motherhood (1900)

Ocurrió a escasos 20 minutos antes del pasado cambio de año. Estábamos pelando las uvas cuando, sin saber muy bien cómo, mi madre estalló. Soltó todo lo que la molestaba o incomodaba en su vida en una retahíla de frases llenas de sinceridad y con algún improperio que otro soltado al aire. Sin duda, fue cuanto menos sorprendente el momento escogido para soltar todo lo que la buena mujer llevaba aguantando semanas, meses o quizá años. ¿Un ataque de sinceridad a punto de cambiar de año? Por un momento llegué a pensar que estaba dentro de una serie de HBO.

A día de hoy desconozco si lo realizó a modo de ritual purificador para entrar en el año nuevo con aires renovados o si se vio de alguna manera empoderada. Pero lo más sorprendente fue conocer de primera mano una nueva faceta de mi madre, una cara en la que mostraba que estaba enfadada, angustiada, llena de rabia pero sobre todo, triste.

Escribo este flashback varios meses después cuando se cumple un año desde el día en que pisé por primera vez una terapia de salud mental. Es, con perspectiva, cuando puedo hacer balance de mi evolución semanal y cómo me ha ayudado primero a conocerme y segundo a saber cómo funciona mi cabecita pensante. No voy a comentar los beneficios o factores de este tipo de terapia porque cualquier interesado los conoce o puede buscarlos, digamos que en mí han funcionado (y lo siguen haciendo).

Fue en una de estas sesiones donde reconocí que tenía mucha mierda acumulada dentro de mí sin salir y varias sucesivas donde seguí trabajando primero en sacar los restos que había y después en evitar guardarme todos mis sentimientos y reacciones ante vivencias externas. El cambio a mejor en ese momento supuso un punto de inflexión ya que reconocí que había cosas negativas enquistadas en mi cabeza y que jamás me había permitido manifestar o siquiera veía posible el hecho de quejarme. En definitiva, no consideraba que mi voz fuera lo suficientemente importante para que fuera escuchada en innumerables ocasiones.

Cuando mi madre estalló esa Nochevieja, vi muchos indicios de lo que acabo de contar. Vi a una mujer cansada cuya tristeza había dejado paso a la rabia. Pasó mucho tiempo hasta que logré ganar al estigma (familiar, social aún lo tengo) y les confesé a mis padres que llevaba un tiempo visitando un centro donde realizaban sesiones de terapia. Me sorprendió la reacción de mi madre cuando, tras explicarle algunos procesos que había aprendido y cuyo origen estaban en mi educación familiar, se puso a llorar en el mismo sitio de la mesa donde había tenido lugar el suceso de las uvas.

Se había visto reflejada en lo que había contado, me dijo. Y yo sentí pena.

Desde entonces he intentado convencerla para que le dé alguna oportunidad a la salud mental. Afirma con un “¿Por qué no? Quizás algún día”, y sigue con sus tareas. No se permite siquiera pensar que su voz, sus sentimientos y sus pensamientos pueden ser escuchados. Ocurre con mi madre, con la tuya y con la de tus conocidos. Cuando he sacado este tema entre mis contactos, la gran mayoría concuerdan en lo mismo: nuestras madres ni siquiera contemplan la opción de ir a terapia. Son de otra generación con otras preocupaciones distintas a las nuestras.

Por supuesto, además del motivo ya mencionado, está el estigma social. El qué dirán. El “si voy es porque estoy loca” y el “si yo estoy bien” ya les duela una pierna, una muela o simplemente comprender sus pensamientos. Por si eso no fuera suficiente, su generación (y sobre todo mi familia) se caracteriza por ser madres fuertes capaces de todo y que han luchado toda su vida contra viento y marea por lo que pueden verlo como una debilidad. Todo esto genera un cóctel explosivo de una generación de mujeres que sí, poco a poco se está liberando (es remarcable el avance de los últimos años) pero que a día de hoy siguen acumulando y tragando pensando que su voz no tiene por qué ser escuchada.

Mi madre se ríe, hace bromas, le gusta ver comedias en la tele. Quizás no es consciente, pero al final del día esa tristeza dormida sigue ahí. Mi madre está triste. Y la tuya también.

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