El fin del mundo

manupalmer
6 min readApr 16, 2020

Siempre ha habido una pregunta cuya respuesta, no sé por qué, tenía ensayada en mi mente. Al estilo de “¿Te gustan los perros o los gatos?” o “¿Cuál es tu canción favorita?”, mi cabeza estaba totalmente preparada para cuando me lanzaran la frase “¿Qué es lo que más miedo te da?” responder con seguridad y firmeza. Nadie me lo había preguntado nunca pero yo ya lo tenía ensayado.

Esta respuesta fue variando. Con unos 3 años, era la oscuridad. El pasillo de mi casa de noche me daba pavor. A saber los monstruos que podría haber escondidos allí. A los 7 años habría respondido que las arañas (algo que, siendo honestos, me sigue dando respeto a día de hoy) por una broma pesada que me hicieron en el colegio y que aún recuerdo. A los 11 llegó un miedo mucho más maduro: estaba completamente aterrorizado por la llegada del fin del mundo.

Solamente pensar en el Apocalipsis me paralizaba de terror. Esto fue debido a un documental sobre Nostradamus en VHS que mis padres escogieron ver una noche en la que no se emitía nada de nuestro interés en la televisión. En mi tierna infancia no tenía ni idea de quién era ese señor ni lo que hacía pero me senté y empecé a ver . Aunque mi cabeza bloqueó algunos momentos, desde la distancia de los años recuerdo que era un simple documental de tono más bien conspiranoico que afirmaba que las predicciones de ese señor se habían cumplido hasta el nivel de acertar con el año de su propia muerte. Inmerso completamente en las historias proféticas de Nostradamus, mi yo niño llegó a la parte de la cinta donde se hablaba de cómo a principios del siglo XXI íbamos a adentrarnos en una tercera guerra mundial todo aderezado con dibujos, recreaciones y descripciones. Es decir, sufrimiento y dolor a la vuelta de la esquina. Mi pequeña cabecita implosionó y recuerdo que me dio mi primer ataque de ansiedad. La tele acabó apagada y yo llorando en la cama mientras mi madre me consolaba, sabiendo que la predicción de ese señor se iba a cumplir tal y como se había cumplido todo lo demás.

La idea del fin del mundo me tuvo obsesionado durante un par de años, sabiendo que cada vez el final podía estar más cerca. En mi cabeza rondaban muchas preguntas: “¿Estaré viviendo bien?”, “¿Con qué edad llegaré al fin del mundo?”, “¿Quién estará a mi lado cuando ocurra?”, “¿Qué país será el que envíe esa bomba nuclear que aparecía en el vídeo?”. Con la perspectiva de los años he aprendido que Nostradamus escribió tantas cosas a lo largo de su vida que igual que en algunas cosas ha acertado en otras ha fallado y que lo que escribió, además lo hizo en verso de un francés antiguo por lo que todo está abierto a posibles interpretaciones de según quién lo lea. Ahora, camino de la treintena, cuando veo alguna noticia sobre sus escritos a principios de cada año hago click como si se tratara de un “guilty pleasure”. El Apocalipsis ya no me da miedo. Entro por puro entretenimiento. En el fondo Nostradamus ya me parece hasta un ser entrañable.

La pubertad llegó y a la pregunta del comienzo de este texto aprendí qué era lo que más miedo me daba en la vida: la soledad. Pasar 8 horas diarias en un centro en el que no encajabas y cuya mayoría de compañeros tenían una posición ideológica radicalmente opuesta a ti (y por tanto, no te respetaban) provocó que pasara gran parte de esos años sin ningún tipo de compañía. Para cuando se pudo poner remedio a esta situación, ya había aprendido a desarrollar un instinto para saber a qué personas acercarme y a cuales no. También había aprendido a disfrutar de mi propia compañía. Es por eso que durante los años siguientes viví en una paradoja: me aterraba acabar solo y al mismo tiempo disfrutaba enormemente de esos momentos de soledad a lo largo del día que tenía para mí ya fuera viendo una serie, jugando a algún videojuego o simplemente tumbado en la cama con mis pensamientos.

Me desarrollé como un chico en términos generales bastante independiente a pesar de que mi madre siempre estaba detrás protegiéndome y cuidando porque no me pasara nada. La diferencia es que ya no tenía 11 años y si me caía o me hacía daño, me podía levantar yo solo. Los recientes años me habían curtido, ya era todo un hombre. Esto fue aprendiéndolo un poco de manera forzada y culminó con un hecho que quizás para muchos no signifique nada pero para mí fue todo: mi independencia.

A pesar de que mi familia siempre ha vivido en Madrid, salir del hogar familiar suponía todo un abanico de posibilidades y libertades que, principalmente por cuestiones económicas, no me había podido permitir hasta ese momento. Dejar mi tranquilo y anciano barrio de siempre era un gran salto para mí. Pasar del extrarradio al centro, un salto de trampolín. Por supuesto, sentía pena por mis padres que veían como su último hijo dejaba el nido vacío dándoles a entender que, si yo entraba en una fase adulta, ellos entraban en una aún más madura por ley de vida.

La vida seguía su curso pero algo cambió durante las últimas navidades. El regreso al hogar familiar con motivo de las fiestas coincidió con una gripe terrible que me dejó durante una semana en cama. Durante esos días intentaba hacer todas las tareas que la fiebre y mi cuerpo me permitían pero siendo honestos, la persona que me cuidó fue mi madre. Quizás por instinto o quizás por aprovechar la situación y cuidar del hijo ahora que había vuelto a casa. Fue en esos días cuando me volví a sentir como ese niño de 11 años atemorizado que estaba siendo consolado por su madre, sintiéndose protegido y sospechando que en realidad nada malo podría pasarle. Pero la situación y el momento no eran el mismo. La diferencia estaba en que ambos habíamos crecido, yo era lo que se puede considerar adulto y ella ya es mayor.

Fue entonces cuando me asaltó el pensamiento de que el tiempo pasaría y un día esa situación no se iba a volver a repetir.

La casa de mis padres seguía desprendiendo calidez pero la calidez ya no era la misma que sentía en mi niñez. Seguía sintiéndome protegido pero el paso de los años había hecho que empezara a ver algunas grietas en esa capa protectora maternal. Jamás podré volver a esa sensación parecida a la felicidad que no supe reconocer de niño y en algún momento, esa persona no estará ahí para cuidarme.

Esto me dejó bastante pensativo durante las primeras semanas del año pero rápidamente volví a mi vida diaria y lo oculté de mi cabeza como quien deja algunas pelusas debajo del sofá para que no se vean. Pero el destino es caprichoso y la cuarentena nos llegó a todos por igual. Las primeras semanas volví a pensar de manera intermitente en este tema sin profundizar mucho en ello. Por cuestiones ajenas a mí, me vi obligado a volver a casa de mis padres en mitad de la cuarentena y con ello volver a esa protección que me dan esas cuatro paredes que me conozco como la palma de mi mano. Vuelta a mi calle de siempre, vuelta a ver las luces tenues de los vecinos en sus casas mientras atardece pero esta vez en pisos ocupados no por los ancianos de siempre sino por personas nuevas y desconocidas para mí. Vuelta a esos pensamientos.

Estos días no he hecho ningún descubrimiento nuevo, simplemente he aceptado lo inevitable: que el tiempo pasa para todos y que esos momentos en los que me sabía invencible ya no volverán. Porque siendo honestos, por mucho que uno se muestre sonriente y seguro de sí mismo en su “internet persona”, se siente menos invencible sin esa red invisible de seguridad que poseíamos de pequeños. Tengo el remordimiento de no haber valorado en su momento lo que tuve, incluso en algunos momentos llego a culpar a mi yo de niño como quien tiene una rabieta infantil como si pudiera hacer algo.

Pero lo único que se puede hacer es esperar y aprovechar los momentos que nos quedan con los nuestros antes de que se acabe el mundo. Porque lo que más miedo me da ya no es la oscuridad ni la soledad: es el fin del mundo. Un final sin bombas ni guerras sino un final que avanza lentamente y que observamos de manera impotente. Para mí el Apocalipsis es el paso del tiempo.

“You can’t take a picture of this. It’s already gone”.

Six Feet Under, 2005

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